Mozart y su Réquiem: el sonido de la eternidad

Como casi todos los años por estas fechas, en torno al Día de Todos los Santo y el Día de Difuntos, Fundación Excelentia programa el inmortal Réquiem de Mozart para el 2 de noviembre a las 18:00 horas, debido a la larga duración, en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música de Madrid, con la Sociedad Coral Excelentia de Madrid y la Orquesta Clásica Santa Cecilia, dirigidas por Kynan Johns, y con Leticia Vitelaru, soprano; Victor Sordo, tenor; Claudia Marchi, mezzo; y David Cervera, bajo. Servirán de aperitivo la obertura Genoveva de Schumann y “From the Babarian Highlands” op.27 de Elgar.
Pocas obras en la historia de la música despiertan tanta fascinación como el Réquiem en re menor, K. 626, de Wolfgang Amadeus Mozart. Nacido del misterio y de la enfermedad, es un testamento artístico que trasciende el tiempo y que, más de dos siglos después, sigue estremeciendo con su belleza solemne y su profundidad espiritual.
La historia en torno a esta obra es bien conocida. En el verano de 1791, un mensajero de rostro impenetrable se presenta en casa de Mozart con un encargo anónimo: componer una misa de difuntos. Nadie le dice para quién es, ni quién la solicita. Aquejado ya de fiebre y agotamiento, Mozart interpreta aquel suceso como una premonición: “Estoy escribiendo mi propio réquiem”, confesó a su esposa, Constanze.
El encargo procedía en realidad del conde Franz von Walsegg, un aristócrata que encargaba obras para presentarlas como suyas, pero Mozart moriría antes de conocerlo.
Una partitura inconclusa y eterna
Mozart muere el 5 de diciembre de 1791 dejando el Réquiem incompleto. Su discípulo Franz Xaver Süssmayr lo terminó a partir de los bocetos y notas del maestro. Desde entonces, la obra se interpreta como un diálogo entre ambos: el genio que se despide y el alumno que trata de prolongar su voz. El Réquiem está escrito en re menor, tonalidad asociada en Mozart a la tragedia y lo trascendente (la misma del Don Giovanni o la Fantasía K. 397). Esa elección no es casual: desde el primer compás, la música parece nacer de la oscuridad para ascender hacia la luz.
Hay varias partes diferenciadas y muy hermosas: Introitus, el comienzo es de una serenidad solemne, con las voces entrelazándose como si rezaran. El coro entra suavemente, mientras los violines se pliegan al murmullo de las voces, creando una atmósfera de recogimiento. Dies Irae: el momento más célebre y dramático. Los coros y la orquesta se desatan en una explosión de energía casi operística: trompetas, timbales y cuerdas anuncian el Juicio Final con una intensidad que aún hoy sorprende por su modernidad. Tuba Mirum: aquí aparece la voz humana en su máxima expresión. El trombón, instrumento asociado al más allá, introduce el solo de bajo, al que se unen tenor, contralto y soprano. Es un diálogo entre el alma y la eternidad. Lacrimosa: probablemente el fragmento más emotivo. Mozart solo alcanzó a escribir los primeros ocho compases, pero bastan para entender su grandeza. Las voces se elevan en oleadas de tristeza contenida, un lamento sereno que parece suspender el tiempo.
El eco de la eternidad
En su conjunto, el Réquiem combina la solemnidad de la liturgia católica con el dramatismo teatral del Mozart operístico. Cada movimiento alterna momentos de furia y de ternura, de temor y esperanza, creando un viaje emocional que culmina en el Lux aeterna, una súplica de paz eterna. Musicalmente, la obra es una síntesis magistral del Barroco y el Clasicismo. La escritura coral y contrapuntística recuerda a Bach y Haendel, dos compositores que Mozart admiraba profundamente. El uso de los vientos (trombones, fagotes, corni di bassetto) otorga un color sombrío y majestuoso, casi fúnebre. El equilibrio formal —claridad, proporción, contraste— revela la mente de un compositor que, incluso ante la muerte, mantuvo su sentido de la belleza y la estructura.
El Réquiem no solo se escucha: se siente. Es una música que penetra el alma y que parece hablarnos del misterio de la vida y la muerte con un lenguaje universal. Desde su estreno en 1793, ha acompañado funerales, conmemoraciones y películas, y sigue siendo una de las obras más interpretadas del repertorio sinfónico-coral. Quizás porque en cada nota late una paradoja: la de un hombre que, mientras se despedía del mundo, compuso una música que lo haría inmortal. Escuchar el Réquiem es entrar en un universo sonoro donde la grandeza barroca se mezcla con una emoción humana profunda. Desde el estremecedor Introitus hasta el furioso Dies Irae, cada compás parece oscilar entre el miedo al final y la esperanza de la redención. Mozart logra que la muerte deje de ser un abismo para convertirse en una transición luminosa. Su música no es solo lamento: es también consuelo. No hay artificio, solo verdad, belleza y una espiritualidad universal que trasciende credos y siglos.
Pequeñas grandes obras
Genoveva fue la única ópera de Robert Schumann. El drama trágico en cuatro actos se estrenó en Leipzig en junio de 1850. La producción original, que no tuvo éxito, solo se representó tres veces y, con la excepción de la obertura, la obra cayó en el olvido. Tal vez ese fracaso inicial llevó a Schumann a no escribir una segunda ópera. Schumann compuso la Obertura Genoveva incluso antes de decidir el libreto de la ópera. Aun así, la música sigue la trayectoria dramática de la misma. Los compases iniciales están repletos de intervalos desgarradoramente disonantes y gestos lastimeros.
El destino de Schumann como compositor de ópera pareció reflejar el de su ídolo Beethoven, y no de forma positiva. Ambos buscaron reformar el género, despojándolo de frivolidad y artificio, erradicando el virtuosismo y creando un enfoque idiomático y alemán del drama musical, liberado de la influencia italiana y francesa. Tanto Beethoven como Schumann adoraban a sus únicas creaciones operísticas, pero ni el Fidelio de Beethoven ni la Genoveva de Schumann figuran entre sus obras más queridas o mejor comprendidas.
Edward Elgar compuso la suite “From the Babarian Highlands” tras unas vacaciones de siete semanas en Garmisch en 1894 con su esposa Alice, quien escribió los poemas para estas «seis canciones corales». La obra puede escucharse como una sucesión de postales musicales; encantadoras piezas que han deleitado a cantantes y público desde su estreno el 21 de abril de 1896.
Algunos críticos opinan que es una obra que funciona más como recuerdo turístico, como souvenir sentimental de un viaje, que como una construcción musical de gran aliento, deliberadamente ligera — para algunos, ese carácter ligero es su principal virtud; para otros, lo vuelve demasiado pintoresco, casi decorativo. No está en juego una gran tensión emocional ni una dialéctica narrativa profunda. La música responde al tono amable, incluso algo naïf, de los versos. Esto condiciona que ningún movimiento alcance la ambigüedad que sí se encuentra en Elgar, cuando pone música a textos más potentes.
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